Faltan pocos días y la verdad... todo el panorama es muy triste. Perdon por lo largo, se que es un bajon leer tanto en la pantalla..
El 20 de diciembre del 2001 nos encontró a cada uno en lugares muy distintos. Pero fuere donde fuere, algunos fuimos testigos o protagonistas de un momento de quiebre en la historia Argentina. Fue quizás el día donde el juego dialectico entre “ellos” y “nosotros” alcanzo un punto sin retorno.
Como en toda relación, ya sea está amorosa, de trabajo o de cualquier otra índole, las rupturas ocultan los procesos de desgastes desde donde germinaron. De ahí que se presenten mas como estallidos repentinos y no como derrames previsibles. En cualquier caso, ya sean expuestos u ocultos, algunos procesos imponen su presencia por sobre otros.
Pocos apostarían sobre la fecha del último acto político-partidista de mediana o gran convocatoria, con una concurrencia más cercana a lo espontanea que a las promesas de miserables choripanes.
Menos aún recordarían cuando se impusieron las vallas en la plaza de mayo. Lo que deberían ser herramientas de uso extraordinario, se han vuelto habituales para nosotros y necesarios para ellos.
Pero ¿Porque? ¿Qué cuidan o protegen? ¿El orden social? ¿La integridad de las instituciones? ¿Qué la casa está en orden? ¿Qué el que depositó dólares recibirá dólares? ¿La revolución productiva? Tal vez son simples síntomas.
Sería imposible calificar hoy a los espacios públicos como hospitalarios, convocantes y abiertos. Menos aún a los que han funcionado históricamente, como símbolos, de participación ciudadana en materia política. La Plaza de Mayo, la Casa Rosada o el Congreso Nacional son espacios que en lugar de promover el encuentro, el debate, la participación y la mutua comprensión, en busca de una fusión de horizontes, se elevan como evidentes actualizaciones modernas de las torres, los fosos y las murallas medievales. Pero en lugar de separarnos de amenazas externas, hoy nos separa los unos de los otros.
Es esta mixofobia, este terror a lo distinto, a la pregunta, al control ciudadano, a la disidencia, es lo que ha generando monumentales islas, no solo físicas sino también mentales. Lejos de comprender que un pensamiento realmente colectivo “solo puede ser el resultado de la experiencia compartida, y que la experiencia compartida no es concebible sino existen espacios compartidos”, cada vez más lejanos, nos leemos mutuamente como extraños, incomprensibles y peligrosos. Separar territorialmente al ciudadano del espacio político ha excedido a los motivos coyunturales y ha potenciado su propio origen.
A menos de 7 días de la votación más importante de los últimos y próximos 4 años, no hay debates ni actos políticos, sólo el 4 % de los argentinos menores de 22 años irían a votar si no fuese obligatorio, la elección está ausente de la tapa de los grandes diarios nacionales y la sensación de des-interes general es tan preocupante, como funcional al discurso de que las cartas ya están echadas.
Algo parece haberse roto, quizás el lazo fundante del sistema democrático. Y es que la arquitectura urbana impuesto por el poder político argentino es la evidencia de la destrucción del mito del pluralismo de voces, se eleva como monumentos a la desintegración del vínculo político-ciudadano e inaugura un necesario debate sobre la legitimidad del sistema de representación actual de un país, que avanza momentáneos casilleros hasta que los dados le indiquen “volver a empezar”.